Siempre pensé que la
muerte tenía el color del papel de embalar.
Marronuzca y de piel
lisa.
Lo pensé de niña
cuando veía las noticias en blanco y negro.
Lo pensé de
adolescente cuando ni veía las noticias ni me interesaba nada más que el color
de las medias que me iba a poner con la falda acampanada roja.
Lo pensé de adulta
cuando llegué a la facultad y mis ideales eran discutir y tomar té sin limón, porque
el limón costaba un duro, hasta que un amigo me dijo que pidiera el limón
cuando ya había pagado.
Siempre pensé que mi
madre sería inmortal y que en cualquier situación podría refugiarme debajo de
su brazo, cual pollo.
Pero mi madre murió
y yo vi la muerte, y la muerte no era del color del papel de embalar. La muerte
se presentó una mañana de octubre, grande, poderosa, segura, negra, oscura,
rugosa.
Después el silencio,
el desamparo.
El silencio apareció
como una borla de debajo de la cama, como un pastel de cumpleaños, como el
cielo azul.
Mirar al silencio de
cara tiene su chiste.
Él te observa con
sus ojos grandes y verdes.
No opina, no dice,
no replica.
El silencio puede
mantenerse a tu lado un rato o varios días hasta que se cansa. Entonces deja
paso a la risa, a la tristeza, a la alegría, al hastío.
La risa es
esencialmente naranja, redonda y fofa. Nunca ha querido hacer régimen porque
piensa que se convertiría en tristeza y eso le da mucha aprensión. Ella es
consciente que su estado de ánimo es un poco maniaco y que a veces se convierte
en un problema.
Una navidad estaba
la familia hablando. Mi tía dijo que a ella le gustaba mucho la navidad que
celebraban en casa de su otra sobrina porque en vez de cantar villancicos
normales y corrientes, lo que hacían era poner su propia letra como si un
villancico fuera una chirigota.
Mi tía es así, esté donde esté nunca está a gusto.
Como era la primera vez que venía después de muchos años a nuestra casa y,
sabiendo el carácter rancio que tiene, todos la escuchábamos con atención,
serios, como si estuviera hablando de lo mal que está el Dow Jones.
De pronto todo se
hizo naranja para mí y noté como la risa me invadía el cerebro de forma
imposible.
Tenía enfrente a mi
hijo, el mayor, que dice que quiere ser ingeniero espacial pero tiene notas de
celador. Mi hijo el mayor entornó los ojos y dio un brinco a la cocina, algo
que la risa y yo aprovechamos.
Creo que mi tía no
volverá otra nochebuena a mi casa porque, entre otras cosas, no le hice ni caso
y como no conocía a nadie se pasó la noche fregando copas.
Mi hijo mayor se
parece a mí. Yo quería ser psiquiatra y acabé de maestra de jardín de infancia,
pero eso sí, como tengo el don de que todo el mundo me explica sus penas, me
paso el día quitando, poniendo pañales y escuchando los dramas de mis
compañeras de trabajo.
Porque no conocen la
risa.
No la conocen porque
siempre están de régimen.
Y entonces entiendo
por qué la risa no tiene buena relación con la tristeza.
La tristeza la
conozco a trozos. La tristeza la considero una enfermedad rabiosa que se mete
en las células y las va atacando, sin prisa. A la tristeza no le tengo una gran
consideración. Translúcida, amorfa, parásita.
Me hice amiga de una persona triste y era horroroso. Se pasaba el día
lamentándose de su vida, de su peinado, de su trabajo, de su novio, de no tener
ganas de nada, en resumen, de vivir.
Una noche me llamó llorando como de costumbre y le dije que no quería
hablar con ella, que cada vez que oía su voz me ponía triste, que ya no tenía
fuerzas para ayudarla, que por favor, me llamara cuando tuviera algo alegre que
contarme.
Y no me llamó más.
Cinco años más tarde la encontré paseando por la ciudad, contenta,
satisfecha, feliz y me explicó que la última noche en la que hablamos y, viendo
que ya nadie la podía ayudar, se apuntó a un curso de bailes de salón, se
enamoró de su profesor cubano y que ahora se pasaba los días a ritmo de mambo,
de salsa y de roncito…, que así fue como me lo contó.
También me dijo que me asociaba a un tiempo triste y oscuro y que no quería
volver a verme más.
Cada una tiró por su
camino.
Entonces pensé que
tendría que haber sido más aplicada en los estudios y haberme hecho psiquiatra.
Al menos habría cobrado, pero como soy un poco pánfila lo mismo me hubiera dado
mucha pena y hubiera escuchado gratis.
Del hastío no tengo
nada que contar. No lo conozco muy bien.