Creía que el papel
de celofán era cosa de ricos. Los buenos regalos se envolvían en papel de
celofán de colores.
La hija de mi vecina
me explicó que su padre compró papel de celofán naranja, lo pegó en el televisor
y se hizo una televisión a color.
Yo lo conté en mi casa,
y mi madre me miró como si no me escuchase.
¡Menuda tontería!,
me dijo.
Y nunca más volví a
pensar en el tema.
Nosotros, como
estábamos convencidos de que era muy caro, envolvíamos los regalos en papel de
ositos barato.
A mí me gustaban los
papeles con cenefas de moda porque eran psicodélicas y te mareabas si las
mirabas fijamente.
Un día fuimos a comprar un libro a la ciudad y cogimos el autobús. Entramos
en una papelería del centro y entonces pensé que el papel de celofán tenía
personalidad propia, que no se relacionaba nunca ni con los ositos ni con las
cenefas de moda porque los encontraba vulgares.
Compramos un libro.
Le insistí a mi madre que me comprara un papel de celofán azul. Me preguntó
para qué lo quería y como no lo sabía, pues me dijo que no.
Luego fuimos a comer
un chocolate con nata.
Y a mi madre le
robaron el monedero.
Lo único que
recuerdo de ese día es que tuvo que recogernos mi padre y que mi madre se pasó
el camino diciendo que dios le había castigado, pero yo no sabía qué tenía que
ver dios con eso.
Como el incidente me
importó muy poco, lo olvidé de inmediato.
Pero ella no.
Antes de morirse me
dijo que de lo único que se arrepentía era de no haberme comprado el papel de
celofán. ¡Qué cosas! ¿No?
Con los años me he
ratificado y estoy segura de que el papel de celofán tiene cerebro propio y que
ahora se siente como un homeless porque
lo han desplazado a las guarderías y a los colegios infantiles y los niños lo
babean y lo embadurnan.
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